30/5/11

MES DE JUNIO DEDICADO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS


EL CORAZÓN DE CRISTO

Por DOM Columba Marmion

El amor explica todos los misterios de Jesús
Todo lo que poseemos en el ámbito de la gracia nos viene de Cristo Jesús; “debido a su plenitud podemos todo”: De plenitude ejus nos omnes accepimus(1). Destruyó el muro de separación que nos impedía ir hacia Dios; mereció para nosotros, con una abundancia infinita, todas la gracias; jefe divino del cuerpo místico, posee el poder de comunicarnos el espíritu de sus estados y la virtud de sus misterios, con el fin de transformaros en Él.
Cuando consideramos los misterios de Jesús, ¿Cuál de sus perfecciones es la que vemos estallar particularmente? Si duda, el amor. El amor realizó la encarnación: Propter nos… descendit de caelis, et incarnatus est(2); el amor hace nacer a Cristo en una carne pasible y enferma, inspira la oscuridad de la vida oculta, alimenta el celo de la vida pública. Si Jesús entrega, por nosotros, a la muerte, es porque cede al “exceso de un amor sin medida”(3); si resucita, es “para nuestra justificación”(4); si sube al cielo, es como precursor que va prepararnos un lugar”(5) en esa estancia de beatitud; envía al “Espíritu consolador”(6) para no “dejarnos huérfanos”(7); instituye el sacramento de la Eucaristía como memorial de su amor.(8) Todos esos misterios tienen su fuerza en el amor.
Es necesario que nuestra fe en este amor de Cristo Jesús sea viva y constante. ¿Y Por qué? Por que es uno de los principales soportes de la fidelidad.
Veamos a San Pablo: nunca hombre alguno trabó ni se prodigó como él por Cristo. Un día, en que sus enemigos atacaban la legitimidad de su misión, fue movido, para defenderse, a esbozar él mismo el cuadro de sus obras, sus laboras y sufrimientos. Este cuadro, tan vivo, lo conocemos, sin duda, pero siempre es un gozo  para el alma releer este pasaje, único en los anales del apostolado. “A menudo, dice el gran apóstol, vi la muerte de cerca; cinco veces sufrí el suplicio de la flagelación; tres veces fui tundido con las varas; una vez fui lapidado; naufragué tres veces, pasé un día y una noche mar adentro. Y mis viajes, incontables, llenos de peligros; peligros en los ríos, peligros por parte de los bandidos, peligros por parte de los de mi linaje, peligros por parte de los infieles; peligros en las ciudades, peligros en los desiertos, peligros en el mar; mis trabajos y mis sufrimientos, mis numerosas vigilias, las torturas del hambre y de la sed, los ayunos múltiples, el frío de la desnudez; y dejando de hablar de otras cosas, todavía recordaría mis preocupaciones diarias, la solicitud por todas las iglesias que fundé(9). Aquí se aplica la palabra del Salmista: “Por causa de ti, Señor, todo el día estamos entregados a la muerte, se nos mira como ovejas destinadas a la carnicería…” Y, sin embargo, ¿que agrega inmediatamente? Pero “en todos estos encuentros, somos más que vencedores: Sed in his ómnibus superamus(10). Y ¿dónde encuentra el secreto de esta victoria? Preguntémosle por qué soporta todo, incluso el “fastidio de vivir”(11), ¿por qué, en todas sus pruebas permanece unido a Cristo con tan inquebrantable firmeza que “ni la tribulación ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la espada pueden separarlo de Jesús(12)? Les responderá: Propter eum, qui dilexit nos(13): “por aquél que nos amó. Lo que lo sostiene, lo fortifica, lo ama, lo estimula es su convicción profunda de que “el amor de Cristo lo mueve”: Dilexit me et tradidit semetipsum pro me(14).
Y, en efecto, el sentimiento que hace nacer el él esta ardiente convicción es que “él no quiere vivir más para sí mismo”, - él que blasfemó el nombre de Dios y persiguió a los cristianos(15) - “sino por quien que lo amó al punto de dar la vida por él”. Caritas Christi urget me…(16) “El amor de Cristo nos urge”, exclama. “Por  eso me entregaré por él, me prodigaré gustosamente, sin reservas, sin medida”; ¡me agotaré por las almas que son su conquista: Libentissime impendam et superimpendar(17)!
Esta convicción de que Cristo lo ama da, verdaderamente, la clave de toda la obra del gran apóstol.
Nada empuja al amor como el saber y sentirse amado. “Todas las veces que pensamos en Jesucristo, dice santa Teresa, recordemos el amor con el que nos colmó con sus favores… el amor llama al amor”(18).
Pero, ¿cómo conocer este amor que está en el fondo de todos los estados de Jesús, que los explica, y cuyos motivos resume? ¿De dónde sacar esta ciencia, tan fecunda, que San Pablo convertía en el objeto de sus oraciones para sus cristianos? En la contemplación de los misterios de Jesús. Si los estudiamos con fe, el Espíritu Santo, que es el amor infinito, nos descubre sus profundidades y nos conduce al amor, que es la fuente.
Esta es una fiesta que por su objeto nos recuerda, de una mera general, el amor que el Verbo encarnado nos ha mostrado: es la fiesta del Sagrado Corazón. La Iglesia, a partir de las revelaciones de Nuestro Señor a santa Margarita María, cierra, por así decirlo, el ciclo anual de las solemnidades del Salvador; como si la llegada, al término de la contemplación de los misterios de su Esposo, no quedara sino celebrar el amor mismo que los inspiró.

1 Joan. I, 16.
2 Credo de la misa.
3 Joan XIII.
4 Rom. IV, 25.
5 Joan. XIV, 18.
6 Hebr. Vi, 20.
7 Jan XIV, 18.
8 Luc XXII, 19.
9 II Cor. XI, 23-28.
10 Rom. VIII, 36-37.
11 II Cor I, 8.
12 Rpm. VIII, 35.
13 Ibid. 37.
14 .Gal II, 20.
15 Cf. Act. XXVI.
16 II Cor. V, 14.
17 II Cor. XII, 15.
18 Vida escrita por ella misma, cap. XXII, Obras.

Traducido del francés por José Gálvez Krüger para ACI PRENSA

23/5/11

EL JUICIO DE DIOS



Por Antonio Royo Marín

Hablábamos ayer del problema formidable de la muerte, y decíamos que, si considerada con ojos paganos, es la cosa más terrible entre todas las cosas terribles, a la luz de la fe católica, contemplada con ojos cristianos, es simpática y deseable, diga el mundo lo que quiera. Porque para el cristiano, señores, la muerte es comenzar a vivir, es el tránsito a la inmortalidad, la entrada en la vida verdadera.
La muerte es un fenómeno mucho más aparente que real. Afecta al cuerpo únicamente, pero no al alma. El alma es inmortal, y el mismo cuerpo muere provisionalmente, porque un gran dogma de la fe católica nos dice que sobrevendrá en su día la resurrección de la carne. De manera que, en fin de cuentas, la muerte en sí misma no tiene importancia ninguna: es un simple tránsito a la inmortalidad.
Pero ahora nos sale al paso otro problema formidable. Y ése sí que es serio, señores, ése sí que es terrible: el problema del juicio de Dios.
Está revelado por Dios. Consta en las fuentes mismas de la revelación. El apóstol San Pablo dice que “está establecido por Dios que los hombres mueran una sola vez, y después de la muerte, el juicio”. (Hebr 9, 27). Lo ha revelado Dios por medio del apóstol San Pablo, y se cumplirá inexorablemente.
Hace unos años murió en Madrid un religioso ejemplar. Murió como había vivido: santamente. Pero pocas horas antes de morir, le preguntaron: “Padre: ¿está preocupado ante la muerte, tiene miedo a la muerte?” Y el Padre contestó: “La muerte no me preocupa nada, ni poco ni mucho. Lo que me preocupa muchísimo es la aduana. Después de morir tendré que pasar por la aduana de Dios y me registrarán el equipaje. Eso sí que me preocupa”.
Habrá dos juicios, señores. El juicio particular, al que alude San Pablo en las palabras que acabo de citar, y el juicio universal, que, con todo lujo de detalles, describió personalmente en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo, que actuará en él de Juez Supremo de vivos y muertos.
Habrá dos juicios: el juicio particular y el juicio final o universal.
Santo Tomás de Aquino, el Príncipe de la Teología católica, explica admirablemente el porqué de estos juicios. No pueden ser más razonables. Porque el individuo es una persona humana particular, pero, además, un miembro de la sociedad. En cuanto individuo, en cuanto persona particular, le corresponde un juicio personal que le afecte única y exclusivamente a él: y éste es el juicio particular. Pero en cuanto miembro de la sociedad, a la que posiblemente ha escandalizado con sus pecados, o sobre la que ha influido provechosamente con su acción bienhechora, tiene que sufrir también un juicio universal, público, solemne, para recibir, ante la faz del mundo, el premio o castigo merecidos. Este segundo juicio, el universal, será mucho más solemne, mucho más aparatoso; pero, desde luego, tiene muchísima menos importancia que el puramente privado y particular. Porque en el juicio particular, señores, es donde se van a decidir nuestros destinos eternos. El juicio universal no hará más que confirmar, ratificar definitivamente la sentencia que se nos haya dado a cada uno en nuestro propio juicio particular. Por consiguiente, como individuos, como personas humanas, nos interesa mucho más el juicio particular que el juicio universal. Y de él vengo a hablaros esta tarde. Os voy a hacer un resumen de la teología del juicio particular, procediendo ordenadamente a base de una serie de preguntas y respuestas.
1.ª ¿Cuándo se celebrará el juicio particular? Inmediatamente después de la muerte real. Después de la muerte real, digo, no de la muerte aparente. Porque, señores, estamos en un error si creemos que en el momento de expirar el enfermo, cuando exhala su último suspiro, ha muerto realmente. No es así.
Contemplad los últimos instantes de un moribundo. Su respiración fatigosa, anhelante; su mirada de asombro a los que le rodean, porque él se está ahogando, no puede respirar y ve que los demás respiran tranquilamente. Parece que está diciendo: ¿Pero no notáis que falta el aire? ¿No notáis que nos estamos ahogando? Es él, pobrecillo, el único que se ahoga. Y llega un momento en que es tanta la falta de oxígeno que experimentan sus pobres células, que hace una respiración profunda, profundísima, hacia dentro, y, de pronto, la expiración: lanza hacia fuera aquel aire y queda inmóvil, completamente paralizado. Y los que están rodeando su lecho exclaman: Ha muerto, acaba de expirar.
Pero, en realidad, no es así. Han desaparecido sin duda, las señales o manifestaciones externas de vida: ya no respira; ya no oye, ya no ve, ya no siente, pero la muerte real no se ha producido aún. El alma está allí todavía; el cuerpo ha entrado en el período de muerte aparente, que se prolongará más o menos tiempo, según los casos: más largo en las muertes violentas o repentinas, más corto en las que siguen el agotamiento de la vejez o de una larga enfermedad. El hecho de la muerte aparente está científicamente demostrado, puesto que se ha logrado volver a la vida por procedimientos puramente naturales y sin milagro alguno, a centenares de muertos aparentes; tantos, que ha podido inducirse una ley universal, válida para todos.
Ved lo que ocurre cuando apagáis una vela, un cirio. La llama ya no existe, pero el pabilo está todavía encendido, está humeante todavía, y poco a poco se va extinguiendo, hasta que, por fin, se apaga del todo. Algo parecido ocurre con la muerte. Cuando el enfermo exhala el último suspiro parece que la llama de la vida se apagó definitivamente, pero no es así. El alma está allí todavía. Hay un espacio más o menos largo entre la muerte real y la muerte aparente, que puede ser decisivo para la salvación eterna del presunto muerto, puesto que durante él se le pueden administrar todavía los Sacramentos de la Penitencia y Extremaunción.
¡Cuántas veces ocurre, señores, la desgracia de una muerte repentina en el seno del hogar! Y cuando ya no hay nada que hacer para devolverle la salud corporal, cuando el médico ya no tiene nada que hacer allí porque se ha producido ya la muerte aparente que acabará muy pronto en muerte real, todavía tenéis tiempo de correr a la Parroquia. Llamad urgentemente al sacerdote para que le dé la absolución sacramental, y, sobre todo, le administre el sacramento de la Extremaunción, del que acaso dependa la salvación eterna de esa alma. ¡Corred a la Parroquia, llamad al sacerdote! Ya lloraréis después, no perdáis tiempo inútilmente, acaso depende de eso la salvación eterna de ese ser querido. Claro está que esto es un recurso de extrema urgencia que sólo debe emplearse en caso de muerte repentina. Porque cuando se trata de una enfermedad normal, la familia tiene el gravísimo deber de avisar al sacerdote con la suficiente anticipación para que el enfermo reciba con toda lucidez, y dándose perfecta cuenta, los últimos Sacramentos y se prepare en la forma que os exponía ayer al hablaros de la muerte cristiana.
Pero cuando sobreviene la desgracia de una muerte violenta o repentina, hay que intentar la salvación de esa alma por todos los medios a nuestro alcance, y no tenemos otros que la administración sub conditione de la absolución sacramental, y, mejor aún, del sacramento de la Extremaunción, que resulta más eficaz todavía en casos de muerte repentina, puesto que no requiere ningún acto del presunto muerto, con tal que de hecho tenga, al menos, atrición interna de sus pecados.
El espacio entre la muerte aparente y la real, en caso de muerte violenta o repentina, suele extenderse a unas dos horas, y a veces, más. Pero en el momento en que se produce la muerte real, o sea, en el momento en que el alma se arranca o desconecta del cuerpo, en ese mismo instante, comparece delante de Dios para ser juzgada. De manera, que a la primera pregunta, ¿cuándo se realiza el juicio particular?, contestamos: en el momento mismo de producirse la muerte real.
2.ª ¿Quiénes serán juzgados? La humanidad en pleno, absolutamente todos los hombres del mundo, sin excepción. Desde Abel, que fue el primer muerto que conoció la humanidad, hasta los que mueran en la catástrofe final del mundo. Todos: los buenos y los malos. Lo dice la Sagrada Escritura: Al justo y al impío los juzgará el Señor (Ecl. 3, 17), incluso al indiferente que no piensa en estas cosas, incluso al incrédulo que lanza la carcajada volteriana: “¡Yo no creo eso!” Será juzgado por Dios, tanto si lo cree como si lo deja de creer. Porque las cosas que Dios ha establecido no dependen de nuestro capricho o de nuestro antojo, de que nosotros estemos conformes o lo dejemos de estar. Lo ha establecido Dios, y el justo y el impío serán juzgados por Él en el momento mismo de producirse la muerte real. ¡Todos, sin excepción!
3.ª ¿Dónde y cómo se celebrará el juicio particular? En el lugar mismo donde se produzca la muerte real: en la cama de nuestra habitación, bajo las ruedas de un automóvil, entre los restos del avión destrozado, en el fondo del mar si morimos ahogados en él..., en cualquier lugar donde nos haya sorprendido la muerte real. Allí mismo, en el acto, seremos juzgados.
Y la razón es muy sencilla, señores. El juicio consiste en comparecer el alma delante de Dios, y Dios está absolutamente en todas partes. No tiene el alma que emprender ningún viaje. Hay mucha gente que cree o se imagina que cuando muere un enfermo el alma sale por la ventana o por el balcón y emprende un larguísimo vuelo por encima de las nubes y de las estrellas. No hay nada de esto. El alma, en el momento en que se desconecta del cuerpo, entra en otra región; pierde el contacto con las cosas de este mundo y se pone en contacto con las del más allá. Adquiere otro modo de vivir, y entonces, se da cuenta de que Dios la está mirando. Dice al apóstol San Pablo que Dios “no está lejos de nosotros, porque en Él vivimos y nos movemos y existimos” (Hech. 17, 28). Así como el pez existe y vive y se mueve en las aguas del océano, así, nosotros, existimos y vivimos y nos movemos dentro de Dios, en el océano inmenso de la divinidad. Ahora no nos damos cuenta, pero en cuanto nuestra alma se desconecte de las cosas de este mundo y entre en contacto con las cosas del más allá, inmediatamente lo veremos con toda claridad y nos daremos cuenta de que estamos bajo la mirada de Dios.
Pero me diréis: ¿El alma comparece realmente delante de Dios? ¿Ve al mismo Dios? ¿Contempla la esencia divina?
Claro está que no. En el momento de su juicio particular, el alma no ve la esencia de Dios, porque si la viera, quedaría ipso facto beatificada, entraría automáticamente en el cielo, y esto no puede ser –al menos, en la inmensa mayoría de los casos– porque puede tratarse del alma de un pecador condenado o de la de un justo imperfecto que necesita purificaciones ultraterrenas antes de pasar a la visión beatífica.
¿Cómo se produce entonces el juicio particular? Escuchad:
El desconectarse del cuerpo y ponerse en contacto con el más allá, el alma contempla claramente su propia sustancia. Se ve a sí misma con toda claridad, como nos vemos en este mundo la cara reflejada en un espejo. Y al mismo tiempo contempla claramente en sí misma, con todo lujo de detalles, el conjunto de toda su vida, todo cuanto ha hecho acá en la tierra. Veremos con toda claridad y detalle lo que hicimos cuando éramos niños, cuando éramos jóvenes, en la edad madura, en plena ancianidad o decrepitud: absolutamente todo. Lo veremos reflejado en nuestra propia alma. Y veremos también, clarísimamente, que Dios lo está mirando. Nos sentiremos prisioneros de Dios, bajo la mirada de Dios, a la que nada absolutamente se escapa. Y ese sentirse el alma como prisionera de Dios, como cogida por la mirada de Dios, eso es lo que significa comparecer delante de Él. No le veremos a Él, ni tampoco a Nuestro Señor Jesucristo, ni al ángel de la guarda, ni al demonio. No habrá desfile de testigos, ni acusador, ni abogado defensor, ni ningún otro elemento de los que integran los juicios humanos. No veremos a nadie más que a nosotros mismos, o sea, a nuestra propia alma, y, reflejada en ella, nuestra vida entera con todos sus detalles. Y al instante recibiremos la sentencia del Juez, de una manera intelectual, de modo parecido a como se comunican entre sí los ángeles.
Los ángeles, señores, se comunican por una simple mirada intelectual. No a base de un lenguaje articulado como el nuestro –imposible en los espíritus puros–, sino de un modo mucho más claro y sencillo: simplemente contemplándose mutuamente el entendimiento y viendo en él las ideas que se quieren comunicar. A esto llamamos en teología locución intelectual.
Pues de una manera parecida recibiremos nosotros, en nuestro juicio particular, una locución intelectual transmitida por Cristo Juez; una especie de radiograma intelectual firmado por Cristo, que nos dará la sentencia: “¡A tal sitio!” Y el alma verá clarísimamente que aquella sentencia que acaba de recibir de Cristo es precisamente la que le corresponde, la que merece realmente con toda justicia. Y en esto consiste esencialmente el juicio particular.
4.ª ¿Cuánto tiempo durará? El juicio particular será instantáneo. En un abrir y cerrar de ojos se realizará el juicio y recibiremos la sentencia. Y esto no es obstáculo para su claridad y nitidez. Aunque el juicio durase un siglo, no veríamos más cosas, ni con más detalle, ni con más precisión que las veremos en ese abrir y cerrar de ojos. Porque al separarse del cuerpo, el entendimiento humano no funciona de la manera lenta y torpe a que le obliga en este mundo su unión con la pesadez de la materia. Así en la tierra, nuestro entendimiento funciona de una manera discursiva, razonada, lentísima, por lo que conocemos las cosas poco a poco, por parcelas, y así y todo, no vemos más que lo superficial, lo que aparece por fuera; no calamos, no penetramos en la esencia misma de las cosas. Pero el entendimiento, separado del cuerpo, ya no se siente encadenado por la pesadez de la materia, y entiende perfectamente a la manera de los ángeles, de una manera intuitiva, de un solo golpe de vista, sin necesidad de discursos ni razonamientos.
Santa Teresa de Jesús, la incomparable doctora mística, tuvo visiones intelectuales altísimas, como puede leerse en el libro de su Vida, escrito por ella misma. Y, en una de ellas, Dios le mostró un poco lo que ocurre en el cielo, en la mansión de los bienaventurados. Ella misma dice que acaso no duró ni siquiera el espacio que tardamos en rezar un avemaría. Y a pesar de la brevedad de ese tiempo, se espantaba de que hubiese visto tanta cantidad de cosas y con tanto detalle y precisión. Es por eso. En aquel momento le concedió Dios una visión intelectual, a la manera de los ángeles, y contempló ese panorama deslumbrador de una manera intuitiva, de un solo golpe de vista. Lo vio clarísimamente todo en un instante, en un abrir y cerrar de ojos. Esto nos ocurrirá a cada uno de nosotros en el momento en que nuestra alma se separe del cuerpo y tengamos nuestro juicio particular.
5.ª ¿Y qué veremos en ese tan corto espacio de tiempo?
Señores, ésta es la parte más importante de mi conferencia de esta noche, en la que quisiera poner toda mi alma.
Escuchadme atentamente.
¡Muchacha que me escuchas a través de la radio!, la frívola, la mundana, la amiga del espectáculo, de la diversión, del cine, del teatro, del baile. ¡Cómo te gustaría ser una de las primeras estrellas de la pantalla, aparecer en los grandes cines, en la primera página de las grandes revistas cinematográficas, y que todo el mundo hablara de ti como hablan de esas dos o tres, cuyo nombre te sabes de memoria, y a las que tienes tanta envidia! ¡Cómo te gustaría! ¿verdad?
Pues mira: no sé si lo has pensado bien. Porque resulta que eres efectivamente la protagonista de una gran película; de una gran película sonora, en tecnicolor y en relieve maravilloso: no te puedes formar idea. Y eso que te digo a ti, muchacha, se lo digo también a cada uno de mis oyentes, y me lo digo con temblor y espanto a mí mismo.
Todos somos protagonistas de una gran película cinematográfica, señores. Todos en absoluto. Delante de nosotros, de día y de noche, cuando pensamos y cuando no pensamos en ello, está funcionando una máquina de cinematógrafo. La está manejando un ángel de Dios –el de nuestra propia guarda– y nos está sacando la película sonora y en tecnicolor de toda nuestra existencia. Comenzó a funcionar en el momento mismo del nacimiento. Y, a partir de aquel instante, recogió fidelísimamente todos los actos de nuestra infancia, y de nuestra niñez, y de nuestra juventud y de nuestra edad madura, y recogerá todos los de nuestra vejez, hasta el último suspiro de la vida. Todo ha salido, sale y saldrá en la película sonora y en tecnicolor que nos está sacando el ángel de la guarda, señores, por orden de Dios Nuestro Señor. No se escapa el menor detalle. Es una película de una perfección maravillosa.
El cine de los hombres ha hecho progresos inmensos desde que se inventó hace poco más de un siglo. Desde el cine mudo, de movimientos bruscos y ridículos, hasta la pantalla panorámica, el tecnicolor y el relieve, el progreso ha sido fantástico. Sin embargo, el cine de los hombres es perfeccionable todavía, no reúne todavía las maravillosas condiciones técnicas que se adivinan para el futuro; el cine de los hombres todavía tiene que progresar mucho.
¡Ah! Pero el cine de Dios es acabadísimo, perfectísimo, absolutamente insuperable. No le falta un detalle: lo recoge todo con maravillosa precisión y exactitud.
En primer lugar, los actos externos, los que se pueden ver con los ojos y tocar con las manos. Vuelvo a hablar contigo, muchacha frívola y mundana. Aquel día, con tu novio, ¿te acuerdas? Nadie lo vio, nadie se enteró. Pero delante de vosotros estaba el cine de Dios; y en primer plano, en película sonora y en tecnicolor, está recogido todo aquello. ¡Y lo vas a contemplar otra vez en el momento de tu juicio particular!
Es inútil, señores, que nos encerremos con llave en una habitación, porque delante de nosotros se nos metió aquel operador invisible con su aparato cinematográfico, y lo que hagamos a puerta cerrada y con la llave echada está saliendo todo en su película sonora y en tecnicolor. Es inútil que apaguemos la luz, porque el cine de Dios es tan perfecto, que funciona exactamente igual a pleno sol que en la más completa oscuridad.
Pero no recoge solamente las acciones. También capta y recoge las palabras, porque el cine de Dios es sonoro. Ha recogido fidelísimamente todas las palabras que hemos pronunciado en nuestra vida, absolutamente todas: las buenas y las malas. Las críticas, las murmuraciones, las calumnias, las mentiras, las obscenidades, aquellos chistes de subido color, aquellas carcajadas histéricas en aquella noche de crápula y lujuria... ¡Todo absolutamente ha sido recogido! Y en nuestro juicio particular volveremos a oír claramente todo aquello. Y aquellas carcajadas, aquellos chistes, aquellas calumnias, aquellas blasfemias, resonarán de nuevo en nuestros oídos con un sonsonete terriblemente trágico. Pero oiremos también, sin duda alguna, los buenos consejos que hemos dado, el dulce murmullo de las oraciones, los cánticos religiosos, las alabanzas de Dios... ¡Cuánto nos consolarán entonces!
¡Ah! Pero lo verdaderamente estupendo del cine de Dios es que no solamente recoge las acciones y las palabras, sino que, además, penetra en lo más hondo de nuestro entendimiento y de nuestro corazón, para recoger los sentimientos íntimos de nuestra alma, o sea todo lo que estamos pensando y lo que estamos amando o deseando. ¡Cuántos pensamientos obscenos, cuántos contra la caridad! ¡Cuántas dudas caprichosas, cuántas sospechas infundadas, cuántos juicios temerarios! ¡Cuántos pensamientos de vanidad, de altanería, de orgullo, de exaltación del propio yo, de desprecio de los demás! Y las desviaciones afectivas, los perversos amores. ¡Dios mío! Aquel casado que pasaba por persona honorabilísima... y resulta que, además de su mujer, tenía dos o tres amiguitas; aquella joven que parecía tan modosita y se entendía con el jefe de su oficina... Todo saldrá en el cine de Dios.
Y los odios y rencores, la sed de venganza, la envidia terrible que corroe el corazón. Y la indignación contra la providencia de Dios cuando permitió aquel fracaso, que no era, sin embargo, más que un pequeñísimo castigo de nuestros pecados... Absolutamente todo, señores, ha sido recogido en la pantalla de Dios y lo veremos en nuestro propio juicio particular.
Pero hay una cosa mucho más sorprendente todavía que viene a poner el colmo a la maravillosa perfección del cinematógrafo de Dios. Y es que no solamente recoge todo cuanto hemos hecho, dicho, pensado, amado o deseado, sino también lo que no hemos hecho, habiéndolo debido hacer: los pecados de omisión, o sea todas aquellas buenas obras que omitimos por respeto humano, por cobardía, por pereza o por cualquier otro motivo bastardo. Aquellas escenas que deberían figurar en la pantalla y no figuran, por extraña paradoja figurarán también, pero en plan de omisión. “Aquel domingo no pude ir a misa porque me marché de excursión”. “El ayuno y la abstinencia obligaban únicamente a los frailes y a las monjas”. “Estaba muy atareado, me absorbían las ocupaciones, no tenía tiempo de entregarme a las prácticas piadosas”. ¡Ah las omisiones! Y el padre que no corrige a sus hijos, el que se limita a decir malhumorado: “A mí, ¿quién me mete en líos? Que hagan lo que quieran. Ya van siendo mayorcitos”. Eso no se puede hacer. Tiene la obligación gravísima de educar a tus hijos. Tienes la obligación de corregirlos, y si no lo haces, pecado de omisión: saldrá en la pantalla y lo verás en tu juicio particular.
Y de manera semejante podríamos ir recordando los deberes profesionales, los deberes privados y los deberes públicos. Las autoridades mismas, que por negligencia, por respeto humano, por no meterse en líos, no se preocupan de hacer cumplir las leyes de policía encaminadas a salvaguardar la moralidad pública; esos espectáculos inmorales o centros de perversión que no clausuran, debiendo clausurarlos, de acuerdo con la ley de Dios y las disposiciones de la misma ley civil. Todo sale en la pantalla y de todo se les pedirá cuenta en el formidable tribunal de Dios.
¿Qué más, señores? ¿Qué más puede salir en la pantalla del cine de Dios, que recoge incluso las escenas que no se realizaron, los pecados de simple omisión? Pues aunque parezca inverosímil, todavía hay más. Porque esa película de nuestra propia vida recogerá también los pecados ajenos, en la parte de culpa que nos corresponda a nosotros.
¡Qué terrible responsabilidad, señores! ¡Empujar al pecado a otra persona! ¿Qué pensaríais, señores, de un malvado que cogiese una pistola y se pasease con ella por las calles más céntricas de la ciudad, disparando tiros a derecha e izquierda y dejando el suelo sembrado de cadáveres? Es inconcebible semejante crimen en una ciudad civilizada. ¡Ah, pero tratándose de almas eso no tiene importancia ninguna! ¿Qué importa que esa mujer ande elegantísimamente desnuda por la calle y que a su paso vaya con su escándalo asesinando almas, a derecha e izquierda? ¡Eso no tiene importancia ninguna: es la moda, es “vestir al día”, es el calor sofocante del verano, es que “todas van así, no he de ser yo una rara anticuada!”, etc. Pero resulta que Dios ve las cosas de otro modo, y a la hora de la muerte esa mujer escandalosa contemplará horrorizada los pecados ajenos en la película de su propia vida. ¡Cuánto se va a divertir entonces viéndose tan elegante en la pantalla!
Y el muchacho que le dice a su amigo: “Oye vente conmigo; vamos a bailar, vamos a ver a fulanita, vamos a divertirnos, vamos a aprovechar la juventud”, y le da un empujón a su amigo, y este monigote, para no ser menos, para no “hacer el ridículo”, como dicen en el mundo, acepta el mal consejo y se va con él y peca. ¡Ah!, en la pantalla de la vida del primero saldrá el pecado del segundo, porque el responsable principal de un crimen es siempre el inductor. Y aquella vecina que le decía a la otra: “Tonta, ¿no tienes ya cuatro hijos? ¿Y ahora vas a tener otro? Deshazlo, y se acabó. Quédate tranquila, un hijo menos no tiene importancia alguna”. Pero ante Dios, ese mal consejo fue un gravísimo pecado, que dio ocasión a un asesinato cobarde: el aborto voluntario. Y ese crimen ha quedado recogido en las dos películas: en la de la aconsejante y en la que aceptó el mal consejo y cometió el asesinato.
¡Ah! ¡La de cosas que se verán y se oirán en la película de la propia vida, señores! ¡Cuántos pecados ajenos que resulta que son propios, porque con nuestros escándalos y malos consejos habíamos provocado su comisión por los demás!
Y no olvidemos, señores, que hemos de comparecer ante Aquel que, por causa de nuestros pecados, murió crucificado en el Calvario.
Hay en la Sagrada Escritura una página preciosa, de un dramatismo sobrecogedor. Es el relato del encuentro de los hijos de Jacob con su hermano José, constituido virrey y superintendente general de todo Egipto. Aquel José a quien, por envidia, habían vendido a aquellos mercaderes madianitas. Como sabéis por la Historia Sagrada, los mercaderes se lo llevaron a Egipto y pasaron sobre él todas aquellas vicisitudes tan emocionantes, hasta que llegó a ser el virrey de Egipto, el privado del Faraón, el dueño de las vidas y haciendas de todos los ciudadanos. Y cuando llegan aquellos años de carestía y de hambre anunciados por José al interpretar los sueños del faraón, y los hermanos de José, por orden de su padre Jacob, llegan a Egipto a comprar trigo, porque en Israel se morían de hambre, y en Egipto había trigo en abundancia, José les reconoció al punto. Y cuando después de aquellos incidentes preliminares dramáticos, que es preciso leer directamente en el Sagrado Texto, se decide José a darse a conocer a sus hermanos, y les dice, por fin, rompiendo en un sollozo: “Yo soy José, vuestro hermano, a quien vendisteis. ¿Vive aún mi padre Jacob?” Dice la Sagrada Escritura que sus hermanos “no pudieron contestarle, pues se llenaron de terror ante él” (Gén, 45, 3). No pudieron responderle, porque cuando vieron que estaban delante de José, a quien habían vendido criminalmente y que ahora era el amo de Egipto y podía ordenar que les matasen a todos, fue tal el terror que se apoderó de ellos, que la voz se les anudó en la garganta y no acertaron a pronunciar una sola palabra.
¡Ah, señores! Cuando estas gentes que ahora, colocándose al margen de toda moral, de toda preocupación religiosa, ríen a carcajadas por los caminos del mundo, del demonio y de la carne, burlándose de los Mandamientos de la Ley de Dios y vendiendo a Cristo, como los hijos de Jacob vendieron a su hermano José; cuando en el momento en que su alma se separe del cuerpo comparezcan intelectualmente delante de ese mismo Cristo, a quien traicionaron y vendieron como precio de sus desórdenes, y cuando oigan que les dice: “Yo soy Cristo, vuestro hermano mayor, a quien vosotros crucificasteis”. ¡Ah, señores!, el terror más horrendo se apoderará de ellos, pero entonces será ya demasiado tarde. Un momento antes, mientras vivían en este mundo, estaban a tiempo todavía de caer de rodillas ante Cristo crucificado y pedirle perdón. Pero si llega a producirse la muerte real, si el alma se separa del cuerpo sin haberse reconciliado con Dios, eso ya no tiene remedio para toda la eternidad.
La sentencia del juicio, señores, será irrevocable, definitiva. Por dos razones clarísimas:
La primera, porque la habrá dictado el Tribunal Supremo de Dios. No hay apelación posible. En este mundo, cuando un tribunal inferior da una sentencia injusta, el que se cree perjudicado puede recurrir al tribunal superior. ¡Ah!, pero si la sentencia la da el Tribunal Supremo, se acabó, ya no se puede recurrir a nadie más. Este es el caso de la sentencia de Dios en el juicio particular.
La segunda razón es también clarísima. Sólo cabe el recurso contra una sentencia injusta. Ahora bien: en el juicio particular, el alma verá y reconocerá rendidamente que la sentencia que acaba de recibir de Dios es justísima, es exactamente la que merece. No cabe reclamación alguna.
Y esa sentencia justísima e inapelable será de ejecución inmediata. Es de fe, lo ha definido expresamente la Iglesia Católica. El Pontífice Benedicto XII definió en 1336 que inmediatamente después de la muerte entran las almas en el cielo, en el purgatorio o en el infierno, según el estado en que hayan salido de este mundo. En el acto, sin esperar un solo instante.
Y no es menester que nadie le enseñe el camino; ella misma se dirige, sin vacilar, hacia él. Santo Tomás de Aquino explica hermosamente que así como la gravedad o la ligereza de los cuerpos les lleva y empuja al lugar que les corresponde (v. gr., el globo, que pesa menos que el aire que desaloja, sube espontáneamente a las alturas; un cuerpo pesado se desploma con fuerza hacia el suelo); de modo semejante, el mérito o los deméritos de las almas actúan de fuerza impelente hacia el lugar del premio o del castigo que merecen, y el grado de esos méritos, o la gravedad de sus pecados, determinan un mayor ascenso o un hundimiento más profundo en el lugar correspondiente.
Vale la pena, señores, pensar seriamente estas cosas. Vale la pena pensarlas ahora que estamos a tiempo de arreglar nuestras cuentas con Dios.
En nuestro Museo del Prado, de Madrid, hay un cuadro maravilloso del pintor vallisoletano Antonio de Pereda que representa a San Jerónimo haciendo penitencia en el desierto. Está desnudo de cintura para arriba. En su mano izquierda sostiene una tosca cruz, que se apoya sobre el libro abierto de las Sagradas Escrituras. Y, apoyándose con su brazo derecho sobre una roca, escucha el Santo con gran atención el sonido de una misteriosa trompeta enfocada a sus oídos. Es la trompeta de Dios, que, al fin del mundo, convocará a los muertos para el juicio final. San Jerónimo se estremecía al pensar en aquella hora tremenda, y como resultado de su meditación, se entregaba a una penitencia durísima, a un ascetismo casi feroz.
A nosotros no se nos pide tanto. No se nos exige que nos golpeemos el pecho desnudo con una piedra, como hacía San Jerónimo. Basta simplemente con que dejemos de pecar y tratemos en serio de hacernos amigos de Cristo, que será nuestro juez a la hora de nuestra muerte. Santa Teresa del Niño Jesús, que amaba a Cristo más que a sí misma, exclamaba llena de gozo: “¡Qué alegría, pensar que seré juzgada por Aquel a quien amo tanto!” Nadie nos impide a nosotros comenzar a saborear desde ahora tamaña dicha y felicidad.
En cambio, señores, el que está pisoteando la sangre de Cristo, el que prescinde ahora entre risas y burlas de los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, sepa que tendrá también que ser juzgado por Cristo. Y entonces caerá en la cuenta, demasiado tarde, de que su tremenda equivocación no tiene ya remedio para toda la eternidad.
Señores: Estamos a tiempo todavía. Abandonemos definitivamente el pecado. Procuremos entablar amistad íntima con nuestro Señor Jesucristo, para que cuando comparezcamos delante de Él, de rodillas, con reverencia, ciertamente, pero al mismo tiempo con inmenso amor y confianza, podamos decirle: “¡Señor mío y Amigo mío, tened piedad de mí!”.
Estaba muriéndose Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico, en el monasterio benedictino de Fosanova, en donde, sintiéndose gravemente enfermo, hubo de hospedarse cuando se encaminaba al Concilio II de Lyon. Pidió el Santo Viático, y cuando Jesucristo sacramentado entró en su habitación, no pudieron contener al enfermo los monjes que le rodeaban. Se puso de rodillas y exclamó, con lágrimas en los ojos: “Señor mío y Dios mío, por quien trabajé, por quien estudié, por quien me fatigué, de quien escribí, a quien prediqué: venid a mi pobre corazón, que os desea ardientemente como el ciervo desea la fuente de las aguas. Y dentro de unos momentos, cuando mi alma comparezca delante de Vos, como divino Juez de vivos y muertos, recordad que sois el Buen Pastor y acoged a esta pobre ovejita en el redil de vuestra gloria”.
Señores: Nosotros no podremos ofrecerle al Señor, a la hora de la muerte, una vida inmaculada, enteramente consagrada a su divino servicio, como se la ofreció Santo Tomás de Aquino, pero pidámosle la gracia de poderle decir con profundo arrepentimiento: “Señor: El mundo, el demonio y la carne, con su zarpazo mortífero, me apartaron muchas veces de Ti. ¡Ah, si ahora pudiera desandar toda mi vida y rectificar todos los malos pasos que di, qué de corazón lo haría, Señor! Pero siéndome esto del todo imposible, mírame con el corazón destrozado de arrepentimiento. Ten piedad de mí”.
Y nuestro Señor Jesucristo –no lo dudemos, señores–, en un alarde de bondad, de amor y de misericordia, nos abrazará contra su Corazón y nos otorgará plenamente su perdón.
Para asegurarlo más y más llamemos desde ahora en nuestro auxilio a la Reina de cielos y tierra, a la Santísima Virgen María, nuestra dulcísima Madre. Invoquémosla todos los días de nuestra vida con el rezo en familia del Santo Rosario, esta plegaria bellísima, en la que le pedimos cincuenta veces que nos asista a la hora de nuestra muerte. Que venga, en efecto, a recoger nuestro último suspiro y que Ella misma nos presente delante del Juez, de su divino Hijo, para obtener de sus labios divinos la sentencia suprema de nuestra felicidad eterna. Así sea.

18/5/11

"BIENAVENTURADOS LOS PUROS DE CORAZÓN PORQUE ELLOS VERÁN A DIOS" (Sn. Mateo, 5, 8)



De Catena Aurea

 

San Ambrosio, in Lucam, 5,57
El que dispensa la misericordia la pierde si no se compadece con un corazón limpio, porque si busca la jactancia pierde todo el fruto. Por ello sigue: "Bienaventurados los limpios de corazón."
 
Glosa
Con toda oportunidad se coloca en el sexto lugar la limpieza de corazón, porque en el sexto día fue cuando el hombre fue creado a imagen de Dios, la cual se había oscurecido en el hombre por la culpa y se restaura por la gracia en los limpios de corazón. Con razón, pues, esta bienaventuranza se coloca aquí después de las otras, porque si aquéllas no preceden, el corazón limpio no puede subsistir en el hombre.
 
San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 15,4
Aquí llama limpios a aquellos que poseen una virtud universal y desconocen la malicia alguna, o a aquellos que viven en la templanza o moderación, tan necesaria para poder ver a Dios, según aquella sentencia del Apóstol: "Estad en paz con todos, y tened santidad, sin la cual ninguno verá a Dios" ( Heb 12,14). Dado que muchos se compadecen en verdad, pero haciendo cosas impropias, mostrando que no es suficiente lo primero, a saber, compadecerse, añadió esto de la limpieza.
 
San Jerónimo
Como Dios es limpio sólo puede conocerse por el que es limpio de corazón. No puede ser templo de Dios el que no está completamente limpio, y esto es lo que se expresa cuando dice: "Porque ellos verán a Dios".
 
Pseudo-Crisóstomo, opus imperfectum in Matthaeum, hom. 9
El que obra y piensa en todo según la justicia, ve a Dios con su mente, porque la justicia es imagen de Dios. En efecto, Dios es justicia. Debe saberse, por lo tanto, que si alguno se aleja de las malas obras y practica las buenas ve a Dios según esto, poco o mucho, por poco tiempo o para siempre, según la posibilidad humana. En la vida futura, pues, los limpios de corazón verán a Dios cara a cara, no en espejo o enigma como aquí lo ven.
 
San Agustín, de sermone Domini, 1, 2
Son necios todos aquellos que desean ver a Dios con los ojos exteriores, cuando sólo puede verse con el corazón, según está escrito en el libro de la Sabiduría: "Buscadlo por medio de la sencillez del corazón" ( Sab 1,1). Lo mismo es corazón sencillo que corazón limpio.
 
San Agustín, de civitate Dei, 22, 29
Si los ojos, aun los mismos espirituales en el cuerpo espiritual, podrán ver tanto cuanto pueden éstos que ahora tenemos, sin duda alguna por medio de ellos no podremos ver a Dios.
 
San Agustín, de Trinitate. 1, 8
Esta manera de ver es un premio de la fe por la cual se limpian los corazones. Como está escrito: "Limpiando con la fe los corazones de ellos" ( Hch 15,9). Esto se prueba principalmente por aquella sentencia: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios".
 
San Agustin, de Genesi ad litteram, 12, 25
Ninguno que vea a Dios vive en esta vida, en la cual se vive de una manera mortal y en estos sentidos corporales. Por lo que si alguno no ha salido de esta vida por medio de la muerte, o si no está totalmente separado del cuerpo, o si no vive enajenado de los sentidos corporales, no conocerá el premio, como dice el Apóstol, ( 2Cor 12,2) si se encuentra en el cuerpo o fuera del cuerpo, no puede ser conducido a aquella visión de Dios.
 
Glosa
Mayor premio tendrán éstos que los primeros, así como en la corte de un rey están más elevados los que le ven la cara que aquellos que sólo comen de sus tesoros.

EL CORAZÓN EUCARÍSTICO DE N. S. JESUCRISTO

 
María, Madre de los adoradores
Si nuestra vida no estuviese puesta bajo la protección de María, habría motivo para dudar de nuestra perseverancia y de nuestra salvación. Nuestra vocación, que de una manera especial nos liga al servicio del rey de los reyes, nos impone más perentoriamente el deber de recurrir a la intercesión de María. Jesús es rey en la Eucaristía, y quiere tener a su servicio siervos ejercitados y diestros que hayan hecho ya su aprendizaje; antes de comparecer ante el rey se ha de aprender a servirle.
Pues bien: Jesús nos ha dejado su Santísima Madre para que sea madre y modelo de los adoradores. Según la opinión más común, la dejó veinticinco años en la tierra, después de su ascensión a los cielos, para que pudiera enseñarnos a adorar con perfección. ¡qué hermosa vida la de esos veinticinco años pasados en adoración!......Jesús no quería quedarse en el divino sacramento sin la compañía de su madre, no quería que la primera hora de adoración eucarística fuera confiada a pobres adoradores que no sabrían desempeñar este oficio de una manera digna. Los apóstoles, absorbidos por su obligación de velar por la salvación de las almas, no podían, consagrar mucho tiempo a la adoración eucarística; si bien su amor los hubiera fijado al pie del tabernáculo, su misión de apóstoles los reclamaba en otro lugar; y en cuanto a los cristianos, a modo de tiernos párvulos envueltos todavía en pañales, necesitaban de una madre que se ocupase de su educación, de un modelo que pudieran copiar, y fue con este doble fin que Jesucristo les dejó su Santísima Madre.
 
 
-Fue María la primera en adorar al verbo encarnado, cuando, ignorado de todo el mundo, se hallaba encerrado en su seno virginal. ¡oh! qué homenajes tan dignos recibió nuestro Señor en ese primer tabernáculo animado!... qué bien servido se vio mientras habitó en él!.. Jamás ha hallado desde entonces un copón de oro más precioso ni más puro!... Jesús se complacía en esta adoración de María más que en la de todos los ángeles del cielo. ¡El señor ha colocado su tabernáculo en el sol!, dice el salmista; este sol no es otra cosa que el corazón de María...
--- También en Belén fue María la primera en adorar a su divino hijo, reclinado sobre el pesebre. Ella adoró con un amor perfecto de virgen madre, con un amor de dilección, según la expresión del Espíritu Santo, sólo después de ella se acercaron a adorar san José, los pastores y los magos; María abrió ese místico surco que había de bifurcarse luego y ramificarse por todo el mundo.
Qué pensamientos tan sublimes, tan divinos, debía desarrollar en su adoración, María continuó adorando a nuestro Señor en su vida oculta en Nazaret, luego en su vida apostólica y hasta sobre el Calvario, donde su adoración fue el sufrimiento. Estudiemos la naturaleza de la adoración de María. Ella adora a nuestro Señor siguiendo sus diversos estados; adapta su adoración al estado de Jesús; el estado de Jesús determina el carácter de su adoración.
María no permaneció en una adoración invariable, sino que le adoró primero anonadado en su seno; pobre luego en Belén; artesano en Nazaret, y más tarde evangelizando y convirtiendo a los pecadores; le adoró, en su agonía sobre el Calvario, sufriendo con Él; su adoración seguía todos los sentimientos de su divino Hijo, que le eran bien conocidos y manifiestos; y su amor le hacía centrar en una perfecta conformidad y armonía de pensamientos y de vida con Él.
También a vosotros, adoradores, se os recomienda esto: adorad siempre a Jesús sacramentado; pero variando vuestras adoraciones, del mismo modo que la Santísima Virgen variaba las suyas. Relacionad y haced revivir todos los misterios en la Eucaristía; sin esto incurriríais en la rutina. Si el espíritu de vuestro amor no es alimentado por medio de una forma, de un pensamiento nuevo, os hallaréis lánguidos y secos en la oración.
Es preciso, pues, celebrar todos los misterios en la Eucaristía, como hacía la Virgen en el cenáculo. Cuando ocurría el aniversario de los grandes misterios que se habían cumplido ante sus ojos, ¿creéis acaso que ella no renovase en si todas las circunstancias, las palabras y las gracias de los mismos? Cuando llegaba la Navidad, por ejemplo, ¿creéis que María no recordaba a su divino Hijo, entonces oculto bajo los velos eucarísticos, el amor de su nacimiento, su encantadora sonrisa y las adoraciones suyas, así como las de san José y de los tres magos? Con esto se proponía ella regocijar el corazón de Jesús, renovándole el recuerdo de su amor, y esto lo repetía en el aniversario de todos los demás misterios.
María ¡enseñadnos la vida de adoración!. Haced que también nosotros, como vos, sepamos encontrar todos los misterios y todas las gracias de la Eucaristía; que sepamos hacer vivir el evangelio y leerlo en la vida eucarística de Jesús.
Acordaos, oh nuestra Señora del Santísimo Sacramento, que sois la madre de los adoradores de la Eucaristía.
Del devocionario del venerable Pedro Julián Eymard, editado en 1913, fundador de la Congregación del Santísimo Sacramento.

13/5/11

Maria Modelo de Contemplación

 



Recordando el pasaje bíblico del evangelio en el cual nuestro Señor siendo crucificado al ver a su Madre junto a su discípulo amado (Juan 19; 25-27), hemos de meditar la maravillosa escena: Jesús q dentro de su Corazón ardiente de amor, con verdadero celo por las almas, llegando al colmo del amor al grado de entregarse completamente derramando toda su sangre, en el momento de su mayor entrega amorosa anticipo a la Gloriosa Resurrección ha tenido a bien entregarnos a Maria en la figura del discípulo amado, nótese como el evangelio se refiere a esta escena, pues al no identificar a ese discípulo hace notar que la voluntad de Jesús es que el mensaje de este hecho sea para todos los hombres.
En la actitud generosa de nuestro Señor y la reacción de aquel discípulo que desde ese momento acoge a Maria como su Madre llevándosela a su casa. Este gesto en la figura de aquel discípulo, simboliza un camino para aquel cristiano que desea ser un verdadero discípulo de Jesucristo, "amando a Maria este se convierte en un discípulo amado por Jesús". De ahí la importancia en que los Santos valoraron y manifestaron su amor a la Santísima Virgen Maria porque comprendieron de alguna forma por medio de la gracia que un buen discípulo es amante de Maria.
En el ejemplo de Maria encontramos un verdadero modelo de contemplación en medio del mundo en el cual vivía.
Mientras nosotros nos quejamos de los inconvenientes para vivir una vida Cristiana totalmente entregada al grado de admirar a aquellos que son consagrados a la vida religiosa o sacerdotal, Maria nos enseña con su actitud silenciosa y orante la marca de un camino verdadero y santo para todo Cristiano viviendo en unión a Dios en el mismo estado en el que cada uno nos encontramos.
Jesús en el evangelio de San Juan (Cáp.15) nos habla de su deseo de que el hombre permanezca íntimamente unido a El “Como mi Padre me amo, así también los he amado yo: permanezcan en mi amor” permanecer en el amor lleva consigo un trato de intimidad con quien se ama, pues es el trato intimo con el otro ser que se ama es lo que conserva el amor mismo. Esto es la contemplación vivir en intimidad con Jesús en el amor, en El tenemos la promesa que no nos abandona, permaneciendo en comunión con El “como el sarmiento a la vid” esa alma dará abundante fruto y como el mismo Jesús lo expresa “Mi Padre es glorificado cuando ustedes producen abundantes frutos; entonces pasan ha ser discípulos míos” es el abundante fruto del cumplimiento de sus mandatos que nos alcanza la plenitud, siempre unidos a Cristo por el cual el Padre es glorificado, y esta comunión con Cristo es verdaderamente fecunda, llegando así el alma contemplativa a gozar del anticipo del cielo en la tierra.
Maria es quien se convierte para nosotros en modelo de contemplación, ejemplo verdadero de unión a Dios en medio del mundo. San Pablo nos dice ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? Y es que nadie puede penetrar el santuario silencioso del alma misma dentro del hombre, es en este donde el hombre encuentra aun en medio del mundo el lugar de adoración perpetua a Dios todopoderoso para el cual no hay imposibles y que es el amor mismo “Dios es amor”, esto nos une al deseo de Cristo que encontramos en el evangelio (San Juan 15).
Maria Meditando todo en su Corazón con su silencio en medio de los asuntos cotidianos con su ejemplo nos muestra que es posible para toda alma ser contemplativos en la vida comun aun en medio de los quehaceres cotidianos e incluso dentro del sufrimiento mismo, ya que vemos en Maria que desde el principio y aun al pie de la Cruz contemplaba a Dios en todo, aquella escena mirando a su hijo, en medio del dolor, lagrimas, de todo su sufrimiento, Maria es capaz con la ayuda de la gracia que la acompaña de contemplar en todo momento a Dios ¿y quien podría penetrar en el santuario de su silencio interior dentro de su alma? En ella encontramos la prueba de que es posible llevar vida de oración en medio del mundo, que todo es gracia.
El deseo de Cristo a vivir en comunión con El “permanezcan en mi amor” me hace pensar que todos somos llamados a la contemplación en cualquier estado de la vocación Cristiana, ¡somos templos vivos!

3/5/11

1° DE MAYO: SAN JOSÉ ARTESANO


San José, Esposo de María y Padre Virginal de Jesús


La devoción a San José es inseparable de la devoción de María Santísima: "Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre" (Mt 19, 6). Y consta expresamente en el Evangelio que José era "el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo" (Mt. 1, 16).


Esposo de María y padre virginal de Jesús
Toda la teología de San José se encierra en estos dos títulos fundamentales: esposo de María y padre virginal de Jesús.
Efectivamente, toda la grandeza de San José parte de ese hecho al parecer tan natural y sencillo: llevar al Niño Jesús en sus brazos, es decir, ser su padre adoptivo y esposo virginal de María Santísima.
Es en virtud de esos dos títulos sublimes que San José forma, en cierto modo, parte integral del misterio de la Encarnación. El no participó físicamente en todo el misterio de la Encarnación, pero si participó totalmente al ofrecer su vida como sacrificio para el cuidado, servicio, provisión y protección de Jesús y de María.
Fue siempre el custodio fiel de Jesús y María.
Vivió perfectamente la consagración a María
Más aún, así como por designio de Dios el Corazón Inmaculado de la Santísima Virgen está unido "indisolublemente al Corazón de Cristo", de manera que estos Dos Corazones permanecieran unidos para siempre y por ellos nos llegara la salvación, así mismo, por designio de Dios, el corazón que más de cerca vive en alianza con éstos Dos Corazones es el corazón de San José.
Cuando contemplamos el corazón de San José, contemplamos un corazón puro, que dirige todos sus afectos y acciones hacia aquellos que le fueron encomendados, cuya grandeza él supo leer y entender. Todos los movimientos del corazón de San José tenían un solo objetivo: el amor de los Dos Corazones. Por ellos trabajó; por ellos obedeció; por ellos sufrió; a ellos los defendió y protegió sin interrupción. Su vida era para amar, consolar, proteger y cuidar a los Dos Corazones. Hay que recordar que San José no era Dios hecho hombre, ni tampoco fue concebido inmaculado; el nació con el pecado original igual que todos nosotros. Pero su corazón se hizo uno con el Corazón de María y a través de ella, con el Sagrado Corazón de Jesús.
Por ello podemos decir que San José vivó en perfección la consagración al Inmaculado Corazón de María, tal como la recomienda San Luis María Grignion de Montfort. Es él, el perfecto devoto de la Virgen, y nosotros debemos aprender de él. Es el primer ejemplo del mensaje que San Juan Eudes escuchó del Corazón Eucarístico de Jesús: "Te he dado este admirable Corazón de Mi Madre, que es Uno con el Mío, para ser Tu verdadero Corazón también...para que puedas adorar, servir y amar a Dios con un corazón digno de su Infinita Grandeza".
San José en las apariciones de Fátima
De manera particular, Dios hizo relucir la persona y misión de San José en su relación con los Sagrados Corazones de Jesús y María en las apariciones de la Virgen de Fátima, Portugal.
En la última aparición de la Virgen, el 13 de octubre de 1917, San José aparece junto con el Niño Jesús y bendice al mundo. Sor Lucía, la principal vidente, relata lo sucedido:
"Después que Nuestra Señora había desaparecido en la inmensidad del firmamento, contemplamos a San José con el Niño Jesús y a nuestra Señora envuelta en un manto azul, al lado del sol. San José y el Niño Jesús aparecieron para bendecir al mundo, porque ellos trazaron la Señal de la Cruz con sus manos. Cuando un poco mas tarde, esta aparición desapareció, vi. a nuestro Señor y a la Virgen; me parecía que era Nuestra Señora de los Dolores. Nuestro Señor apareció para bendecir al mundo en la misma manera que lo hizo San José. Esta aparición también desapareció y vi a Nuestra Señora una vez mas, esta vez como Nuestra Señora del Carmen."
Modelo de padre y esposo
A San José Dios le encomendó la inmensa responsabilidad y privilegio de ser esposo de la Virgen María y custodio de la Sagrada Familia. Es por eso el santo que más cerca está de Jesús y de la Santísima Virgen María.
Nuestro Señor fue llamado "hijo de José" (Juan 1,45; 6,42; Lucas 4,22) el carpintero (Mateo 12,55).
No era padre natural de Jesús (quién fue engendrado en el vientre virginal de la Santísima Virgen María por obra del Espíritu Santo y es Hijo de Dios), pero José lo adoptó y Jesús se sometió a él como un buen hijo ante su padre. ¡Cuánto influenció José en el desarrollo humano del Niño Jesús! ¡Qué perfecta unión existió en su ejemplar matrimonio con María!
San José es llamado el "Santo del silencio" No conocemos palabras expresadas por él, tan solo conocemos sus obras, sus actos de fe, amor y de protección como padre responsable del bienestar de su amadísima esposa y de su excepcional Hijo. José fue "santo" desde antes de los desposorios. Un "escogido" de Dios. Desde el principio recibió la gracia de discernir los mandatos del Señor.
Quizás Dios ha permitido que de tan grande amigo del Señor no se conserve ni una sola palabra, para enseñarnos a amar también nosotros en silencio. "San José, Patrono de la Vida interior, enséñanos a orar, a sufrir y a callar".
San José en el Evangelio
Las principales fuentes de información sobre la vida de San José son los primeros capítulos del evangelio de San Mateo y de San Lucas. Son al mismo tiempo las únicas fuentes seguras por ser parte de la Revelación.
San Mateo (1,16) llama a San José el hijo de Jacob; según San Lucas (3,23), su padre era Heli. Probablemente nació en Belén, la ciudad del Rey David del que era descendiente. Pero al comienzo de la historia de los Evangelios (poco antes de la Anunciación), San José vivía en Nazaret.
Según San Mateo 13,55 y San Marcos 6,3, San José era un "tekton", es decir un artesano-carpintero.
San José tendría quizás de 18 a 20 años de edad cuando se desposó con María quien tendría entre 12 a 14 años. Era un joven justo, casto, honesto, humilde carpintero y al mismo tiempo descendiente del Rey David, ejemplo para todos nosotros.
Comunión de corazones
La relación esposal de San José y la Virgen María nos enseña que el fundamento de la unión conyugal está en la comunión de corazones en el amor divino. Para los esposos, la unión de cuerpos debe ser una expresión de ese amor y por ende un don de Dios. San José y María Santísima, sin embargo, permanecieron vírgenes por razón de su privilegiada misión en relación a Jesús.
La virginidad, como donación total a Dios, nunca es una carencia; abre las puertas para comunicar el amor divino en la forma más pura y sublime. Dios habitaba siempre en aquellos corazones puros y ellos compartían entre sí los frutos del amor que recibían de Dios.
El matrimonio fue auténtico, pero al mismo tiempo, según San Agustín y otros, los esposos tenían la intención de permanecer en el estado virginal. (cf.St. Aug., "De cons. Evang.", II, i in P.L. XXXIV, 1071-72; "Cont. Julian.", V, xii, 45 in P.L.. XLIV, 810; St. Thomas, III:28; III:29:2).
Prueba, confianza y humildad
Pronto la fe de San José fue probada con el misterioso embarazo de María. No conociendo el misterio de la Encarnación y no queriendo exponerla al repudio y su posible condena a lapidación, pensaba retirarse cuando el ángel del Señor se le apareció en sueño:
"José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer." (Mat. 1,19-20, 24).
Unos meses más tarde, llegó el momento para San José y María de partir hacia Belén para empadronarse según el decreto del emperador Cesar Augustus. Esto vino en muy difícil momento ya que ella estaba encinta. (cf. Lucas 2,1-7).
En Belén tuvo que sufrir con la Virgen la carencia de albergue hasta tener que tomar refugio en un establo. Allí nació el hijo de la Virgen. El atendía a los dos como si fuese el verdadero padre. Cual sería su estado de admiración a la llegada de los pastores, los ángeles y más tarde los Reyes Magos de Oriente. Referente a la Presentación de Jesús en el Templo, San Lucas nos dice: "Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él".(San Lucas 2,33).
Después de la visita de los magos de Oriente, Herodes el tirano, lleno de envidia y obsesionado con su poder, quiso matar al niño. San José escuchó el mensaje de Dios transmitido por un ángel: "Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle." (San Mateo 2,13). San José obedeció y tomó responsabilidad por la familia que Dios le había confiado.
San José tuvo que vivir unos años con la Virgen y el Niño en el exilio de Egipto. Esto representaba dificultades muy grandes: la Sagrada familia, siendo extranjera, no hablaba el idioma, no tenían el apoyo de familiares o amigos, serían víctimas de prejuicios, dificultades para encontrar empleo y la consecuente pobreza. San José aceptó todo eso por amor de Dios, sin exigir nada.
Una vez más por medio del ángel del Señor supo de la muerte de Herodes: "Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño. El se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel. Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea". (San Mateo 2,22).
Fue así que la Sagrada Familia regresó a Nazaret. Desde entonces el único evento que conocemos relacionado con San José es la "pérdida" de Jesús al regreso de la anual peregrinación a Jerusalén (cf. San Lucas 2, 42-51). San José y la Virgen lo buscaban por tres angustiosos días hasta encontrarlo en el Templo.
Dios quiso que este santo varón nos diera ejemplo de humildad en la vida escondida de su Sagrada Familia y su taller de carpintería.
Lo más probable es que San José haya muerto antes del comienzo de la vida pública de Jesús ya que no estaba presente en las bodas de Caná ni se habla más de él. De estar vivo, San José hubiese estado sin duda al pie de la Cruz con María Santísima. La entrega que hace Jesús de su Madre a San Juan da también a entender que ya San José estaba muerto.
Los Santos y la devoción a San José
La devoción a San José se fundamenta en que este hombre "justo" fue escogido por Dios para ser el esposo de María Santísima y hacer las veces de padre de Jesús en la tierra.
Durante los primeros siglos de la Iglesia la veneración se dirigía principalmente a los mártires. Quizás se veneraba poco a San José para enfatizar la paternidad divina de Jesús. Pero, así todo, los Padres (San Agustín, San Jerónimo y San Juan Crisóstomo, entre otros), ya nos hablan de San José. Según San Callistus, esta devoción comenzó en el Oriente donde existe desde el siglo IV, relata también que en la gran basílica construida en Belén por Santa Elena había un hermoso oratorio dedicado a nuestro santo.
Algunos santos del siglo XII comenzaron a popularizar la devoción a San José entre ellos se destacaron San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, Santa Gertrudis y Santa Brígida de Suecia y San Bernardino de Siena .
Según Benito XIV (De Serv. Dei beatif., I, iv, n. 11; xx, n. 17), "la opinión general de los conocedores es que los Padres del Carmelo fueron los primeros en importar del Oriente al Occidente la laudable práctica de ofrecerle pleno culto a San José".
En el siglo XIV y XV, merecen particular mención como devotos de San José los santos Vicente Ferrer y Bernadino de Siena.
Finalmente, durante el pontificado de Sixto IV (1471-1484), San José se introdujo en el calendario Romano en el 19 de Marzo. Desde entonces su devoción ha seguido creciendo en popularidad. Benedicto XIII introdujo a San José en la letanía de los santos en 1726, siglo en que San Francisco de Salles predicó muchas veces recomendando la devoción a él.
Los franciscanos fueron los primeros en tener la fiesta de los desposorios de la Virgen con San José.
La devoción a San José se arraigó entre los obreros durante el siglo XIX. El crecimiento de popularidad movió a Pío IX, él mismo un gran devoto, a extender a la Iglesia universal la fiesta del Patronato (1847) y en diciembre del 1870 lo declaró Santo Patriarca, patrón de la Iglesia Católica. León XIII y San Pío X fueron también devotos de San José. Este último aprobó en 1909 una letanía en honor a San José.
El Papa Pío XII instaura la fiesta de San José, Obrero, el día 1 de mayo.
El Papa Pío XII instauró la fiesta de San José, Obrero, el día 1 de mayo y Juan Pablo II habló en "Redemptoris Custos";de la misión de San José especialmente en estos tiempos donde la Iglesia enfrenta grandes peligros.
"Tomé por abogado al glorioso San José" (Santa Teresa)
La que más propagó devoción a San José fue Santa Teresa de Ávila, que fue curada por él de una terrible enfermedad que la tenía casi paralizada, enfermedad que ya era considerada incurable.
En adelante esta santa ya no dejó nunca de recomendar a las gentes que se encomendaran a él. Y repetía: "Otros santos parece que tienen especial poder para solucionar ciertos problemas. Pero a San José le ha concedido Dios un gran poder para ayudar en todo".
"Tomé por abogado y señor al glorioso San José.", decía Santa Teresa de Jesús.
"No me acuerdo hasta ahora, agregaba, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo...No he conocido persona que de veras le sea devota que no la vea más aprovechada en virtud, porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan...Solo pido por amor de Dios que lo pruebe quien no le creyere y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso patriarca y tenerle devoción..." . (Santa Teresa de Ávila)
San José, Patrono de la Iglesia Universal
El Papa Pío IX, atendiendo a las innumerables peticiones que recibió de los fieles católicos del mundo entero, y, sobre todo, al ruego de los obispos reunidos en el concilio Vaticano I, declaró y constituyó a San José Patrono universal de la Iglesia, el 8 de Diciembre de 1870.
¿Que guardián o que patrón va darle Dios a su Iglesia? El que fue el protector del Niño Jesús y de María. Cuando hubo llegado el tiempo de fundar la familia divina, San José fue elegido por Dios para padre nutricio y protector, y cuando se trató de continuar esta familia en el mundo, esto es, de fundar, de extender y de conservar la Iglesia, a San José se le encomienda el mismo oficio. Un corazón que es capaz de amar a Dios como a hijo y a la Madre de Dios como a esposa, es capaz de abarcar en su amor y tomar bajo su protección a la Iglesia entera, de la cual Jesús es Cabeza y María es Madre.
¡Pidamos a San José que custodie a la Iglesia entera!
San José, patrono de los moribundos
La devoción cristiana ha considerado siempre a San José como Patrono y Abogado especialísimo de los moribundos, ya que él tuvo la muerte más privilegiada que jamás haya experimentado criatura alguna: entre los brazos de Jesús y de María.
Esta piadosa creencia ha sido comprobada en la práctica con muchos testimonios de personas que han visto claramente la intercesión de San José a la hora de la muerte de un familiar y la Iglesia ha confirmado esta devoción (Papa Benedicto XV, 25 de julio de 1920).